Te quiero más que a la carne de mis párpados.
Te quiero más que a la entraña de mis manos.
Te quiero más que a la mujer que aún amo.
Por eso te doy mi corazón entero
y lo ofrezco vivamente desde dentro.
—
Mi querida Annabel Lee, escribió un poeta,
ha tiempo que se creyó también profeta.
Vaticinaba amor puro de su querida grata,
mas esta se desvaneció un día en la sala
y allí quedó toda la gente entera desolada.
Por las noches oye al viento el señor
bramando fuerte arriba y abajo menos.
Corre rápido y sube a la azotea presto,
mas el vacío se ha apoderado por entero
llenando de silencio todo el convento.
Y así siguen los días para el conde,
y así siguen los días con sus noches,
para mí y para él por todo el porche,
hasta cuando vos desee darme su goce.
—
Amor oscuro, negro, el de vos
cuando me acerco casi sin voz.
Me niega hasta el bello rostro
y la posibilidad de otro don.
Mas yo imploraré grandemente
hasta que me mire suavemente
y me diga casi incrédulamente:
“Soy suya ahora y eternamente”.
—
Te quiero por fuera y dentro profundo.
Amo tus órganos todos y uno por uno.
Por tu bazo e hígado siento amor puro.
De verdad te lo digo, como yo ninguno.
—
Quisera pasear contigo por entre las almenas
del castillo de la querida y bella alameda,
visitar las estancias y contemplar tu majeza,
mas ya sé que nada hay por debajo de la tierra,
sino silencio, quietud y grande tristeza.
—
Una bella dama encontré yo sentada en el alféizar
de la alta vidriera que presidía la madre meiga.
Aspecto sobrecogedor imponía la altura de la cruz,
que daba perenne sombra y quería alcanzar tu luz.
Mas tú siempre acostumbras brillar en lontananza.
¡Ay!, ¿cuándo serás mía ya para siempre, amada?