Madre tierna y amorosa,
ya no estás con nosotras,
pero sé que aun así gozas
de todas nuestras rosas.
—
Siempre fuiste nuestro sustento.
De bebé me acunaste en tu seno,
alimentaste mi alma con tu pecho.
De ahí que te guarde tal respeto.
—
Nos cuidabas cuando de pequeños.
Nos acariciabas cuando serenos.
De cuando en cuando tus besos
nos alcanzaban a los extremos.
¡Te echaremos mucho de menos!
—
Yo nací muy chiquitito
y me llamaron tu hijo.
Aunque José yo me digo,
el primer nombre bendito
lo guardaré siempre fijo.
¡Madre mía cara, me repito!
—
Mi madre murió tal día como hoy.
Al cementerio a poner flores voy.
Ella me hizo entero ser quien soy.
Muy claro lo tengo; por eso doy
todo el amor que tengo do estoy.
—
Mi madre revolución y coraje era.
Crió a sus hijos en una perchera.
Ahí trabajaba zurciendo hombreras.
Nosotros le llevábamos muchas peras,
para que sonriera de oreja a oreja.
Actualmente ya no existen ni prendas
ni progenitora, pero su gran hacienda
se halla a buen recaudo en la tienda.
—
Por siempre te querré, madre.
Permaneciste junto al padre,
aguantando todos los embistes
en tu casita hecha de mimbre.
Tu bello hogar era gran enjambre
lleno de nenes a los que jengibre
dabas si pupas tenían en la piel.
¡No te olvidaré, dulce miel!
—
Castillo y fortaleza a la par.
Coraje y ternura sin igual.
Así era mi madre tal cual,
alguien a quien fácil amar.
—
Me acuerdo de cuando cantabas,
y yo en tu seno me acurrucaba.
Emitías sonidos de tu garganta
que yo jamás oí nunca en nada
más que no fuera tu semblanza.
No te olvido en ninguna casa.
—
¡Qué alegría me entraba
cuando del cole regresaba
e iba corriendo para casa!
Sabía que tú me esperabas.
Con el pan me atragantaba,
pues rico con todo estaba.
Y, como lloraba y lloraba,
tras tu tan triste marcha
volví a hacer la fabada
con receta de ti copiada.
Todo en alegría tornaba;
parecía que aún estabas.
—
El día antes de tu partida,
comimos bien ricas sardinas
que tú preparaste en tinta.
En ver una, no digo mentira,
me acuerdo de toda tu alegría.