Aunque aún soy un enano,
ya sé perfectamente que, cuando conozco a una persona,
poco importa que sea chino, francés o africano,
pues cualquiera, al margen del color que bañe su piel, es un ser humano.
—
La tolerancia era esa sensación rara
que nos llevaba a sentir esa ligera molestia
cuando se adueñaba de nosotros la inmodestia
al pensar que la otra persona razón no llevara.
—
Los mejores padres son aquellos que aprenden a tolerar
pronto a los hijos que tanto aman;
aquellos que aprenden con prontitud a educar
y que, cuidando y protegiendo, se apasionan.
—
El niño aprende desde muy niño
que no hay nada mejor para lograr
el respeto de los demás, que ser niño
y respetarse a uno mismo como el que más.
—
No debemos confundir la tolerancia
con todo aquello que, como un alud,
nos golpea con jactancia,
aguantamos religiosamente y se disfraza de virtud.
—
Recuerda siempre que el ser humano
ha de poner en práctica la máxima perenne de la tolerancia:
ser flexible como la caña, pero no convertir al paisano
en algo rígido como el cedro, en algo insano como la intolerancia.
—
No es necesario que todos los hombres nos amemos profundamente,
pero sí es indispensable que todos seamos capaces
de arreglar nuestras disputas sin métodos rapaces
y con términos justos y pacíficos, en definitiva: saludablemente.
—
¿Te has preguntado alguna vez
por qué progresa más el pez
que convive en el mar con sus iguales
y no busca pensar que el mar es solo suyo y de sus semejantes?
—
Qué gran verdad hay en eso de, en nombre de la tolerancia,
tener el derecho a no tolerar
a quienes no aprenden a amar
y no son capaces de ver más allá de su petulancia.
—
Al igual que yo me puedo equivocar,
tengo que aprender a ser tolerante
con aquellos que, haciéndolo sin pensar,
pueden hacerme daño con su comportamiento irritante.
—
Un amigo mío me preguntó en el cole el otro día:
¿Si el perro y el gato pueden convivir en armonía,
por qué los seres humanos no somos capaces
de dejar de comportarnos como aves rapaces?